Estaba en el muelle de Cumaná, en Pozzuoli, esperando el tren que conecta Nápoles con el Campi Flegrei. Conmigo un señor, de unos setenta años con una camisa de flores bien combinada con un pantalón hasta la rodilla, que caminaba de un lado a otro, como para pasar el tiempo, con una guitarra al hombro. También tenía consigo un carrito en el que llevaba una caja amplificadora. Inmediatamente asumí que podría ser un artista callejero. Una vez en el vehículo, me encuentro justo frente a él y le pregunto de inmediato si va a jugar en algún lugar.
Sonriente me responde que sí y empezamos a hablar de instrumentos musicales, canciones y rincones preciosos para escuchar música. Descubro que es incluso profesor de música. Por su forma de hablar me encanta y me envuelve. Le hablo de lo mucho que creo que el artista callejero es innegablemente generoso, me responde que hay un placer impagable en poder hacer música para los demás. Veinte minutos de agradable recorrido y luego en el término nos despedimos con mi promesa de que caminando por el centro lo buscaría, curiosa y luego seguramente complacida de escuchar algunas piezas interpretadas por él. En los días siguientes, caminando por las calles del Decumani, me detuve a escuchar al magnífico trompetista, a la niña del arpa súper buena y al niño que adaptaba unas papeleras de varias formas y tamaños como instrumento de percusión. A menudo los encuentran cerca de casa y cada vez es un placer. Como he vivido en el centro de la ciudad, puedo detenerme a escuchar a los que juegan al aire libre y con mucho gusto doy una contribución, aunque siempre considerándola demasiado pequeña para la belleza que acabo de recibir como regalo.
De mi nuevo "amigo" aún no hay rastro! Hasta que una tarde lo veo de lejos, y voy a su encuentro, y me señala y me dice: "¡La dama de Cumaná!" . "Le prometí que me detendría y... ¡aquí estoy!". "¿Qué te gustaría escuchar?". "¡Tú lo haces, Dios no lo quiera, tú eres el maestro!". Su repertorio es principalmente de canciones napolitanas y estoy feliz por ello. Siempre me encanta escuchar “Era di Maggio” o “Indiferentemente” y además cada artista las interpreta a su manera, por lo que siempre puede ser como una primera vez. El maestro comienza a tocar y cantar y mientras tanto crece la multitud de transeúntes, que primero se asoman y luego se detienen. Empezamos a seguirlo en el canto. En el grupo de espectadores también hay cuatro jóvenes extranjeros. Dos chicas francesas y dos chicos españoles, que comienzan a filmarlo con sus teléfonos móviles, para “llevárselo”, a su país, para darlo a conocer a sus otros amigos.
Me doy cuenta de que hay aún más jóvenes alrededor del Maestro. A mi lado otro señor con una guitarra al hombro y su mujer de la mano. Cualquiera que hace música reconoce el talento de un colega incluso antes. Y luego otros y otros más. Los que no se detuvieron, yendo más allá, sin embargo, insinuaron dos estrofas o algunos pasos de baile. Estuve por lo menos 40 minutos en esa compañía improvisada donde todos, esforzándose por escuchar la belleza que salía de esa guitarra, estaban felices y sonrientes. Efectivamente, entre una canción y otra me pidieron personalmente, como si entre el profesor y yo hubiera un conocido, una complicidad nacida mucho antes, poder traducir el texto de una determinada canción a los cuatro chicos extranjeros. Y no pasó mucho tiempo para que yo, que no me avergüenzo de "montar un espectáculo", me encontré enseñando algunos pasos de baile popular. Brazos en las caderas y ahí fuera para balancearse de izquierda a derecha al ritmo adecuado, como una tarantela. Una pequeña fiesta espontánea, donde la música reafirmó el inmenso poder que tiene para unir a completos desconocidos, dándoles la impresión de estar entre amigos. Donde los seres humanos no tienen miedo unos de otros. Lástima que tuve que irme a casa, agradecido de corazón al Maestro, cuyo nombre lamentablemente no recuerdo pero su generosidad sin duda sí.
Los dibujos dentro del artículo son de Leonora Albanese.